Hablar de violencia de género implica también aprender a reconocer sus formas más sutiles y dolorosas, aquellas que muchas veces no dejan huellas físicas, pero que destruyen por dentro. Una de las expresiones más crueles y poco visibilizadas es la violencia vicaria, que ocurre cuando la agresión no se dirige directamente a la mujer, sino que se perpetra a través de sus seres más queridos: sus hijos e hijas. Este tipo de violencia se convierte en una estrategia perversa donde los menores son utilizados como instrumentos de tortura emocional, colocándolos en el centro de una disputa que no les corresponde y en la que resultan doblemente vulnerables. Se trata de un tipo de violencia que “hiere sin tocar”, pero que deja cicatrices profundas e irreversibles, tanto en quienes la sufren como en quienes la presencian. El patrón de maltrato no es aislado ni anecdótico, sino que responde a una lógica patriarcal de dominación persistente, donde el agresor busca prolongar su control, incluso cuando ya no existe convivencia ni vínculo afectivo con la mujer. La violencia vicaria, en esencia, refleja hasta qué punto el poder sobre la vida de las mujeres y sobre su maternidad se convierte en un campo de batalla que los agresores utilizan para reafirmar su autoridad.
En contextos de separación, divorcio o conflictos por la custodia, la violencia vicaria puede presentarse con mayor frecuencia, pero no debe confundirse con una simple disputa familiar ni reducirse a un malentendido entre progenitores. Es una forma de violencia de género, donde el agresor busca castigar a la mujer utilizando el vínculo materno como arma, aprovechando los lazos emocionales que existen entre madre e hijos para causar el mayor daño posible sin necesidad de contacto físico.
En este tipo de dinámica, el agresor puede llegar a tergiversar el discurso de la coparentalidad y utiliza el miedo como herramienta. En Cuba, el nuevo Código de las Familias y la Constitución de 2019 han comenzado a reconocer y enfrentar esta dura realidad, al incluirla expresamente como forma de violencia familiar, lo cual constituye un paso relevante hacia la justicia con perspectiva de género. Sin embargo, aún queda mucho por hacer en términos de conciencia social, prevención y acompañamiento a las víctimas. Es imprescindible que las instituciones, los operadores jurídicos y la sociedad en su conjunto desarrollen una sensibilidad real hacia esta problemática, para que ninguna madre tenga que enfrentar sola una forma de violencia que se oculta tras “buenas intenciones”, pero que en realidad perpetúa el dolor y la impunidad.
¿Qué es la violencia vicaria y por qué debemos hablar de ella?
El término “violencia vicaria” fue acuñado por la psicóloga española Sonia Vaccaro para describir la conducta de hombres que maltratan a sus parejas o exparejas usando a los hijos como medio para dañarlas emocionalmente. Se trata de una violencia indirecta, pero no por eso menos letal. Puede incluir desde la manipulación emocional de los hijos e hijas, impedir el contacto con la madre, inculcar odio o desvalorización hacia ella, hasta acciones tan graves como secuestros o incluso homicidios. Esta forma de agresión transforma el afecto y la crianza en un escenario de control y castigo, donde los niños y niñas dejan de ser vistos como sujetos de derechos para convertirse en medios de agresión. Hablar de violencia vicaria, entonces, no es solo nombrar un nuevo término, sino desenterrar una realidad que durante décadas ha permanecido naturalizada o disfrazada de conflictos parentales normales.
Uno de los principales problemas de la violencia vicaria es su invisibilización. Muchas veces, cuando las mujeres denuncian este tipo de maltrato, se enfrentan a la desconfianza del entorno. Se trivializan sus reclamos, catalogándolos como “problemas de pareja” o “conflictos de custodia”, sin entender que detrás puede existir una intención deliberada de hacer daño. Es fundamental hablar de esta forma de violencia para que las instituciones, profesionales del Derecho, la Psicología, el Trabajo Social y la sociedad en general puedan identificarla y actuar a tiempo.
Resulta importante destacar que los principales afectados son los niños y niñas. Aunque el objetivo del agresor sea la madre, las víctimas colaterales son sus propios hijos, quienes crecen bajo una dinámica de odio, manipulación y miedo. Esto deja secuelas profundas: problemas de autoestima, ansiedad, trastornos del sueño, dificultades para establecer vínculos afectivos sanos y, en los casos más graves, la pérdida de la vida o del contacto con uno de sus progenitores. Sus consecuencias no son temporales; muchas veces se arrastran hasta la adultez, generando patrones de repetición de la violencia o rupturas emocionales severas. El daño no solo impacta a nivel psicológico, sino también educativo y social, pues muchos menores pierden su rendimiento escolar, desarrollan trastornos de conducta o se aíslan del entorno. Prevenir la violencia vicaria es, por tanto, una acción de cuidado hacia la infancia, y de garantía del derecho a crecer en entornos seguros y libres de miedo.
Cuba habla claro: Un marco jurídico en evolución
El derecho cubano ha comenzado a dar respuestas concretas al fenómeno de la violencia vicaria, aunque aún se trata de un campo en construcción. La Constitución de la República de Cuba de 2019 representa un avance importante al incluir de manera explícita el compromiso del Estado con la protección frente a la violencia en todas sus formas. El artículo 43 establece que todas las personas tienen derecho a una vida libre de violencia, ya sea en el ámbito familiar, social o institucional. Este mandato constitucional da base a políticas públicas y legislaciones específicas que buscan erradicar este flagelo. El nuevo marco no solo legitima el reclamo de las víctimas, sino que obliga al Estado a intervenir con políticas de prevención, atención y reparación. No se trata solo de reconocer derechos, sino de garantizar su ejercicio efectivo a través de mecanismos accesibles, rápidos y sensibles.
Resulta también significativo el Código de las Familias que reconoce por primera vez en el derecho cubano diversas manifestaciones de violencia familiar, incluyendo las formas indirectas, donde puede incluirse la violencia vicaria. En su artículo 13 se establece que constituyen expresiones de violencia familiar el maltrato verbal, físico, psíquico, moral, sexual, económico o patrimonial, la negligencia, la desatención y el abandono, ya sea por acción u omisión, directa o indirecta. Reconocer legalmente esta forma de violencia implica también abrir puertas para que sea investigada, juzgada y sancionada con enfoque de género y de derechos de la infancia.
El nuevo Código también protege el interés superior del niño, principio fundamental en materia de niñez y adolescencia. Esto significa que, en cualquier conflicto familiar, el bienestar emocional, físico y psicológico del menor debe estar por encima de los intereses de los adultos. En este sentido, el uso de los hijos como herramienta de venganza o control está claramente prohibido y puede conllevar la modificación o restricción del régimen de guarda, comunicación y responsabilidad parental del progenitor agresor. Esta protección no solo es simbólica; implica obligaciones concretas para jueces, fiscales, trabajadores sociales y otros operadores jurídicos, quienes deben actuar con diligencia reforzada en casos donde el riesgo para la niñez es evidente o potencial.
Asimismo, el Código de las Familias incorpora mecanismos de denuncia y medidas cautelares, lo que permite al sistema de justicia actuar con mayor rapidez y protección hacia las víctimas. Esto incluye desde órdenes de alejamiento hasta la suspensión del régimen de comunicación cuando se determine que representa un riesgo para el niño o para la madre. También contempla la intervención de equipos multidisciplinarios que evalúen las condiciones familiares con enfoque integral. La ley, entonces, no actúa solo como sanción, sino como escudo preventivo, capaz de anticiparse al daño antes de que se concrete. No obstante, para que estas medidas sean realmente efectivas, es necesario Operadores del Derecho empáticos, formados y comprometidos con la erradicación de todas las formas de violencia.
Romper el ciclo. Una tarea de toda la sociedad
Si bien la legislación es clave, la solución a la violencia vicaria no es solo jurídica, sino profundamente cultural. Es necesario transformar los imaginarios sociales que siguen considerando a los hijos como propiedad del padre o como moneda de cambio en los conflictos con la madre. Esta visión patriarcal perpetúa el control sobre los cuerpos, los afectos y los vínculos, y reproduce la idea de que las mujeres deben ser castigadas por decidir romper una relación o buscar una vida libre de violencia. Por ello, la prevención empieza en la educación. Es necesario enseñar desde edades tempranas que los vínculos familiares deben basarse en el respeto, la empatía y la igualdad. También es urgente capacitar a operadores del derecho, fuerzas del orden y profesionales del sector salud y educación para que puedan identificar señales tempranas de violencia vicaria y actuar con una mirada protectora hacia la infancia y las mujeres. La formación continua y con enfoque interseccional permitirá que cada intervención sea una oportunidad de cuidado y no una revictimización.
La sociedad civil, los medios de comunicación y las organizaciones comunitarias tienen un papel fundamental en la visibilización de esta problemática. Escuchar y creer a las víctimas, acompañarlas sin prejuicios y exigir políticas públicas eficaces es una forma concreta de romper el silencio. La violencia vicaria no es un problema privado, sino una grave violación de derechos humanos que debe interpelarnos a todos. Dejar de verla como un conflicto doméstico y entenderla como una expresión de violencia estructural permitirá avanzar en una cultura de paz, de cuidados y de justicia.
No podemos olvidar que la violencia vicaria es una herida invisible pero real. No deja moretones, pero puede dejar una infancia rota. Nombrarla, comprenderla y erradicarla es una tarea urgente para proteger no solo a las mujeres, sino también a los hijos e hijas que merecen crecer sin miedo, sin chantajes y sin ser utilizados como instrumentos de venganza. Toda forma de violencia duele, pero la que se disfraza de amor, duele más. En el centro de cualquier política pública o acción comunitaria deben estar siempre los afectos, la protección genuina y el derecho a una vida digna y libre de violencia para todas las personas, en especial para quienes todavía están creciendo y aprendiendo a amar.